Barraca y tangana

Un minuto es un minuto, por Enrique Ballester

La afición inicial de un niño es todavía limpia, sin facturas y sin cicatrices. Un delicado milagro que no suele durar mucho tiempo.

La firma de Enrique Ballester / El Periódico

El jueves, mi hijo Teo encontró un reloj de pulsera olvidado en un cajón y se lo adueñó. El reloj de Teo ha sido estos días y en esta casa la gran atracción. Aquí intentamos ser felices con poco, porque no existe otra manera certera de serlo. El viejo-nuevo reloj es el primer reloj de mi hijo, que solo se lo quita para lo esencial, esto es: entrenar y jugar partidos. Durante el primer día de su nueva vida con reloj, mi hijo nos mantuvo informados de la hora con precisión. Íbamos en el coche, parábamos en un semáforo y apuntaba: «Las tres horas y veinticuatro minutos». Cambiaba el semáforo en verde, reanudábamos la marcha y matizaba: «Las tres horas y veinticinco minutos». Estábamos viendo la tele, tan tranquilos, y de repente rompía el silencio en el sofá: «Las nueve horas y diecisiete minutos». Cuando lo arropé en la cama y le di las buenas noches, activó la luz de su superreloj y se despidió: «Las diez horas y seis minutos».

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