Jordi Roca: "Mi cerebro desconectó y desaprendí a hablar"
El chef de El Celler de Can Roca explica las peripecias médicas de los últimos 8 años
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Conversar durante dos horas con Jordi Roca es hacerlo sufrir. La voz es una sombra. Lleva en esta situación susurrante desde mayo del 2016. ¡Dos años y medio con las palabras hacia dentro! No es fácil explicar qué le pasa, qué le ha pasado. Lo es comprender el padecimiento. Escuchas atento el arrullo queriendo conocer la historia, que es larga y compleja, y optimista en este último tramo. Sí, esperanzadora.
Antes de ir al fondo, Jordi sirve una reflexión sobre el estado de ánimo actual, y el futuro, suceda lo que suceda: «Sería bueno dar valor a cómo afrontar una situación así e intentar revertirla. Alguien me preguntó cómo podía trabajar y sonreír con todo lo que me pasaba. La única salida es estar de buen humor, encarar mi realidad con optimismo». Andreu Buenafuente le regaló un cuadro en el que se lee: «Reír es la única salida».
Es ahora el lema, la divisa.
El escudo.
Jordi Roca Fontané (Girona, 1978) es el pequeño de los Roca, un fuera de serie en la pastelería con títulos con rango mundial, ideólogo con su mujer, Ale Rivas, de las heladerías Rocambolesc (ya tienden puentes de hielo hacia el extranjero, comenzando, lo más probable, en Filipinas, en Manila); un tipo audaz y divertido que planea vídeos y utensilios ingeniosos y postres poéticos y que traslada su contagiosa locura a las cocinas de El Celler de Can Roca para admiración y regocijo de los hermanos mayores, Joan y Josep.
En la primavera del 2016 se volvió afónico de forma súbita, la segunda parte de un mal no menos llamativo que comenzó en otoño del 2010: se le agarrotó el cuello, perdió el gobierno de la cabeza, y ha peleado desde entonces para mantener la mente en su sitio. «He visto a 15 médicos con diagnósticos y puntos de vista diferentes». Son ocho años de penurias y triunfos porque al mismo tiempo que le ocurría aquello, El Celler se situaba como mejor restaurante del mundo (2013 y 2015) y la fama de los hermanos se multiplicaba y aceleraba gracias a las giras veraniegas por medio centenar de países.
Por cada gramo de azúcar, Jordi ha recibido uno de sal. Sabe ahora que padece una enfermedad neurológica –y rara– llamada distonía: «Quiero recuperar el control de mi cuerpo». Ser soberano de esos órganos a los que no se presta importancia en cuanto que propios y funcionales. La anómala situación le ha ensanchado el cuello y achicado la voz.
"Quiero recuperar
el control de mi cuerpo"
Las manos de los músicos que padecen distonía se niegan a coger el instrumento: la boca del flautista, por ejemplo, se tuerce ante la presencia de la travesera. Hay escritores cuyos dedos se agarrotan al posarse en el teclado.
«En octubre del 2010, llegué al restaurante para el servicio de la noche y me senté en el despacho ante el ordenador y… ¡crack! ‘¿Qué pasa?’. Intentaba bajar la cabeza y no podía. Había tenido tortícolis y aquello era diferente. Me asusté. La cabeza hacía cosas que no le había ordenado. Tenía una reunión con mis hermanos. Salí con la mano en el cuello y la cabeza hacia arriba».
Escenifica la situación. Durante el relato se coloca muchas veces la mano derecha en el cuello. Un gesto habitual en estos ocho años.
Hay que acercarse para atender el discurso, minucioso, auxiliado por la mímica, por esas manos que tanto le ayudan, con las que transforma la vulgar sacarosa en bolas de fantasía. «Preocupados, mis hermanos querían saber qué pasaba. No podía controlar la cabeza. Esa noche no hice el servicio. Me fui a dormir. Al día siguiente notaba tensión en el cuello, pero no tanta. Fui al fisioterapeuta».
«Fui», dice. Será un verbo repetido. Fue al fisioterapeuta. Fue al posturólogo. A modo de broma, porque Jordi aleja la victimización, cuenta: «Soy un experto en posturología. Me lo arreglaron todo. El cuerpo, perfecto, pero no el cuello. La idea general era que mi postura de trabajo había creado esa tensión».
Fue al radiólogo. ¿Los resultados? «Degradación de dos discos intervertebrales, el C6 y el C5». Enseña unas radiografías que lleva en el móvil, la trágica aproximación de las vértebras de la base.
Fue al fisioterapeuta: le aplicaron tracción cervical, sujetándole el cráneo con unas poleas.
Fue al especialista en cervicales. Después del TAC, le diagnosticó «artritis reumatoide». «Una enfermedad degenerativa y autoinmune. Las vértebras se podían soldar hasta convertirse en un palo». ¡Un palo! El único palo del que quería saber era el de los helados. Le dieron una medicación potente que afectaba a las defensas. Hasta hace poco, temió hasta el más inocuo resfriado.
Fue al especialista en columna. Artritis reumatoide o espondilitis anquilosante o hiperostosis esquelética idiopática difusa ('dish'). La totalidad de las cartas eran malas, todas las bolas de la ruleta perdían. «Me deprimí, me resigné: ‘Es lo que me ha tocado’. Una pesadilla que se ha ido borrando. El psicólogo me ha ayudado a llevar la carga. Aligera las dudas, aporta serenidad».
El especialista en la columna soltó una palabra que ha sido clave; tocó, al fin, la tecla: «Distonía». Y una pregunta tan física como metafísica: ¿la postura era consecuencia del desgaste de las vértebras o el problema de las vértebras era por la postura?
Fue al neurólogo y lo asaetaron con bótox: «Cada sesión, 20 pinchazos en el cuello».
En el basurero de las redes sociales lo juzgó el tribunal de canallas. La obligación de alzar la barbilla fue interpretada como soberbia o arrogancia. Otras alimañas vieron en aquella expresión una consecuencia de las drogas. Hurgar, por ejemplo, en ForoCoches es bajar a la sentina: haría bien el administrador en eliminar las infamias.
Pese a la incomodidad, siguió trabajando, cumpliendo con los compromisos, compareciendo en público con esa figura que le daba un aire a noble con gorguera. Durante aquella existencia de goma, con tensiones y distensiones, fue reconocido en Londres, en abril del 2014, como mejor pastelero del mundo. Sonríe en el dolor. Jordi casi siempre sonríe, no aturde con los problemas. Es el tío capaz de hacer un helado con su nariz –y las de los hermanos–, de probada eminencia. O jugadas/jugarretas como un postre de 10 al que llamó Gol de Messi.
Dos años después del dulce beso del 2014, de vuelta de Londres tras asistir a los galardones de The World’s 50 Best Restaurants (con El Celler en la segunda posición mundial), lo estranguló una laringitis. Algo supuestamente pasajero lo ha privado del habla clara.
Fue al otorrino y le aplicaron cortisona: «Y durante dos semanas, recuperé la voz». Esa esperanza ha jugado con él a los dados, o a los intermitentes. De vez en cuando, vuelve a escucharse con firmeza, aunque la energía se esfuma con rapidez.
Fue a aprender la técnica Alexander para mejor la postura. Fue al foniatra. Fue a otro neurólogo, que le aplicó un lacerante tratamiento experimental que incluía la búsqueda de un músculo concreto del cuello para clavar una larga aguja.
Fue a un especialista llegado de Nueva York que recomendó hipnosis. Envuelto en sospechas e incertidumbres, Jordi inició un personal trabajo de investigación buscando alternativas: ¿la tensión en el cuello provocaba que la laringe no funcionara bien?
Fue a un (nuevo) neurólogo, que aconsejó una complicada, peligrosa e irreversible operación que consistía en destapar el cráneo para una «estimulación cerebral profunda» y dejarle un cableado. Cree que los participantes en esta peripecia han obrado bien: «Lo han hecho de la mejor manera posible, intentando diagnósticos. Aunque solo alguno reconoció que no sabía qué me pasaba».
Abre de nuevo el móvil, auxilio en la afonía, y aparece un vídeo y la ilusión: 'Farias technique'. Sale a escena el doctor Joaquín Farias, médico español que dirige el Neuroplastic Training Institute, en Toronto, Canadá. Hace ocho meses que Jordi sigue la terapia: «Modificar la neuroplasticidad del cerebro de forma natural». Adiós, medicamentos.
¿Sabe ya qué le sucedió? «Mi cuerpo pasó por un 'shock' emocional. Los momentos de estrés provocan cambios profundos». Aunque ignora qué desencadenó la crisis. Habla del nervio vago, del intestino, de la microbiota. Habla del cuerpo como un todo, de reincorporar movimientos familiares, de cómo la tensión provoca daños en las articulaciones, de que toca cambiar la forma de vivir, de estar, de comer (¡de comer en el restaurante de la excelencia!).
Jordi será padre por primeravez, abrirá la fábrica y hotel Casa Cacao y exporta la heladería Rocambolesc
Las gafas de 'crooner' de los 70 que encaja en la contundente nariz son prismas: «Por la posición del cuello, mi cerebro ve el mundo más arriba». Tal vez sea una singularidad aprovechable para la creatividad. Jordi siempre ha dicho que «piensa al revés». Ve el mundo de manera diferente. En este tiempo de reconstrucción ha aprendido. A delegar. A ser menos impetuoso. A ser más tolerante. A escuchar. No poder hablar facilita el atender las necesidades del otro. Intentó hacerse oír en la cocina con la ayuda de un megáfono, pero no logró dominar la situación.
Los ejercicios del doctor Farias son variados y sorprendentes: coreografías con la testa y los brazos, caminar coordinando los movimientos, malabares, cantar y gritar. Porque cuando chilla, recupera la normalidad, su yo vocal. Y también si se aprieta la cintura con las dos manos. «Mi cerebro desconectó y desaprendí a hablar. Para recuperar la voz tengo que coordinar el diafragma de una manera natural».
No bajará más la cabeza. Antes se obligaba. La cabeza en alto, claro que sí: «Pensaba que me volvía loco. Cuando tu cuerpo no obedece… Pánico. Primero el cuello, después la voz y a continuación, ¿qué?, ¿la mano, el pie?».
Cuenta con gracia una sesión con el doctor Farias en Toronto, con otras personas en una situación parecida: «Éramos un grupo. Unos con la cabeza hacia aquí; otros, hacia allá…». Tenían en común el escorzo y los sentimientos: «No te reconoces, dejas de sentirte tú mismo. Es una inseguridad que va calando».
Jordi va a ser padre por primera vez, Ale está embarazada de una niña.
Ale, sus hermanos, la familia: son las vértebras, las cuerdas vocales, los cómplices.
Abrirá en Girona con su cuñada, Anna Payet, Casa Cacao, hotel y fábrica de chocolate. Se siente mejor, fuerte, decidido, guerrero: «Sé que seré como antes. ¡O mejor!».
Y ríe bajito, casi sin reír, con la sonrisa expansiva del cine mudo.
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