ENTREVISTA
Salvador Alvarenga: "Al final te acostumbras a beber orina y comer carne cruda"
Ostenta el récord mundial de supervivencia a la deriva en alta mar: 438 días perdido en el océano Pacífico, entre noviembre de 2012 y enero de 2014, que superó gracias a su experiencia como pescador y a su instinto por salvar el pellejo y esquivar a la muerte.
Salvador Alvarenga, hace unos días, en Madrid, donde promocionó el libro sobre su experiencia.
En enero de 2014, la imagen asilvestrada de Salvador Alvarenga dio la vuelta al mundo. Famélico, semidesnudo, con barba de náufrago y la mirada perdida, apareció en una playa de las islas Marshall, en el océano Pacífico, después de viajar durante 438 días a la deriva sobre una barca destrozada y recorrer 12.000 kilómetros desde la costa mexicana. Ezequiel Córdoba, su compañero de viaje, murió en el trayecto. Él vivió para contarlo. Ahora, con la ayuda del periodista Jonathan Franklin, relata su aventura en el libro 'Salvador' (Alienta).
{"zeta-legacy-despiece-vertical":{"title":"El perfil","text":null}}¿Cómo era su vida antes del 17 de noviembre de 2012? Soy de El Salvador, pero llevaba 15 años viviendo en la costa de Chiapas, en México, dedicado a la pesca del tiburón. Conozco bien ese animal, es mi amigo. Conozco dónde se esconde y sé cómo pescarlo. Cada semana salía en mi barco, de unos seis metros de largo, y después de tres días en alta mar volvía a tierra cargado con media tonelada de tiburón. Llevaba mi fuego, mi comida, mis cigarritos… Era feliz, no tenía miedo al mar. Ahora sí se lo tengo.
¿Qué pasó aquel día? Nos dijeron que se acercaba una tormenta, pero yo estoy acostumbrado a faenar en medio de borrascas y pensé que la nube que llegaba era menor, así que avisé a mi compañero Ezequiel, preparamos los aperos de pesca y nos echamos al mar. Cuando quisimos darnos cuenta, el cielo estaba negro y unas olas enormes golpeaban mi barca como si fueran a partirla. Nunca había visto nada igual. En la primera embestida estuvimos a punto de volcar. A partir de ese momento, durante los cinco días siguientes, nos dedicamos a luchar contra la ventisca y el oleaje, que no cesaron ni un minuto.
¿Cinco días? Día y noche, sin parar para dormir ni comer, maniobrando constantemente la barca para enfilar las olas de frente y evitar el vuelco. El tercer día, un golpe de mar hizo saltar por los aires a Ezequiel. Lo agarré de los pelos cuando caía al agua. Semanas más tarde, mientras agonizaba, me dijo: debiste haberme dejado morir.
¿Realmente temieron morir en esos días? No lo dude. Aquello era como luchar contra un monstruo, pero al quinto día de tempestad, llegó la calma. De pronto, el mar se quedó planito como una carretera y el sol empezó a brillar en todo lo alto, pero mi lancha se había quedado destrozada. No funcionaba el motor, ni la radio, ni el GPS, y de la comida que llevábamos, solo se había salvado una cebolla morada. El resto se lo había llevado el vendaval.
¿Qué pensaron? En ese momento no nos paramos a pensar, solo sentíamos sed, una sed horrible, como no habíamos sentido antes jamás. Instintivamente, empecé a beberme mi propia orina. Sabía extraño, pero me aliviaba la sed. No sabíamos dónde estábamos. No podíamos comunicarnos con nadie ni guiar la barca hacia ningún lado. Estábamos a merced de la corriente. A partir de ese momento, el plan era sobrevivir como fuera.
¿Cómo lo lograron? Los primeros días, gracias a las tortugas. Yo sabía que la tortuga es un animal que contiene mucha sangre en su interior, así que empecé a cazar las que merodeaban cerca y, después de matarlas, introducía un tubo del motor de la barca en el caparazón, como si fuese una pajita, y le chupaba toda la sangre. A continuación, me comía su carne. No le diré que supiera bien, pero al final te acostumbras a beber orina y comer carne cruda, te haces al sabor. Bueno, hablo por mí. Ezequiel no logró acostumbrarse.
¿Qué le pasó? Mentalmente, él no superó el naufragio. Desde el primer día estuvo llorando sin parar, pidiéndole a Dios que lo llevara a tierra firme. Yo también rezaba mucho, pero tenía claro que debía luchar por salvarme. Él no supo adaptarse a aquella situación. Decía que le daba asco beber orina y comer carne cruda y se negó a tomar nada. Poco a poco, empezó a encontrarse mal. Con el paso de los días, apenas podía moverse, tenía alucinaciones, deliraba. Hasta que a los dos meses, falleció.
¿Cómo encajó su muerte? Muy mal, me deprimí mucho, estuve varios días llorando. Después de morir, continuaba hablándole al cadáver, como si siguiera vivo. Fue un golpe durísimo para mí, de pronto me vi solo en mitad del océano, sin amparo ni compañía.
La familia de Ezequiel Córdoba le ha acusado de ser usted quien lo mató para comérselo. ¿Qué tiene que decir? Que esa acusación es falsa, y además es absurdo que digan eso de mí, porque ellos no estaban allí para verlo. Lo que pasó en la barca solo lo sabemos Dios, Ezequiel y yo. Hice todo lo que estuvo en mi mano por salvarle la vida, se lo aseguro, pero a mi compañero le pudo el estrés del naufragio. Yo sentía el instinto de la supervivencia; él no. Él se quedó bloqueado en el trauma, a diario decía que iba a morir. Hasta que al final, murió.
¿Cómo fueron los días siguientes? Una continua lucha por sobrevivir. La solución de las tortugas se me acabó pronto, porque la corriente me llevó océano adentro y lejos de la costa ya no había tortugas. De nuevo estaba sin nada para beber, aparte de mi orín. Hasta que un día empezó a llover con fuerza. Tenía tanta sed que me puse a lamer la superficie de la barca, de una punta a otra, chupando hasta la última gota de lluvia. A partir de ese día ingenié un sistema para recoger agua de lluvia y almacenarla en los botes de plástico que encontraba flotando en el mar. Esto me salvó la vida.
¿Cómo resolvió el tema de la comida? Océano adentro no había tortugas, pero sí pájaros. Cada día, multitud de aves se posaban sobre la borda de mi lancha, pero yo no tenía ningún sistema para cazarlas. Entonces me acordé de los gatos. Los felinos no cazan por velocidad, sino por sigilo. Dan un paso sobre su presa y se paran, luego otro paso y se paran. Y eso hice. Me fui acercando lentamente a ellos, sin asustarlos, y cuando estaba encima de uno, le agarraba la pata y ya está, ese era mío.
{"zeta-legacy-destacado":{"strong":"\"Ten\u00eda tanta sed","text":"de lluvia\""}}Comida para un día. Y bebida. Lo primero que hacía era degollarlos para chuparles toda la sangre. Llegué a perfeccionar mi sistema para sacarles hasta la última gota, les dejaba la carne blanquita. A continuación, me los comía crudos. Solo dejaba las plumas. No sabían bien, pero yo me imaginaba que los aliñaba con cilantro y cebolla. También comía tiburones pequeñitos y cualquier pez que se acercara a mi barca. Un barril enorme que encontré en alta mar me sirvió para hacer una reserva de agua de cara al verano. Aquello se alargaba y sabía que en verano podía pasar muchas semanas sin ver la lluvia. De hecho, aquel verano fue duro. Puro sol, con la piel reseca, sin sombra donde protegerme. Me salvaron las botellas de agua.
¿Tenía noción del tiempo? Al principio sí, pero a las pocas semanas perdí la cuenta de los días y solo seguía el paso de los meses a través de la luna. Cada vez que la veía llena, hacía una marca en la barca. Así calculaba, aproximadamente, el tiempo que llevaba perdido.
¿Cuál fue el peor momento? Mi esperanza era que algún barco me viera y me rescatara. A menudo veía grandes embarcaciones a lo lejos. Una noche, un carguero gigantesco que pasó a mi lado estuvo a punto de hundirme. Yo les gritaba, pero no me oían. Pero lo peor fue el día que me crucé con un barco de turistas, y estos sí me vieron. Eran los primeros humanos que veía en meses. Agité mis ropas al aire, les pedí socorro, pero ellos se limitaron a decirme adiós desde la cubierta y siguieron su camino. Debieron pensar que estaba loco o que iba de turismo como ellos. Ese día me deprimí tanto que pensé quitarme la vida. Al final, me faltó valentía para hacerlo.
¿Cómo fue la llegada a tierra firme? La recuerdo vagamente. La corriente llevó mi barca hasta una playa y yo estaba tan cansado que me quedé dormido sobre un tronco. Cuando desperté, me encontré con los nativos de la isla. No hablaban mi idioma, no tenía ni idea de dónde había llegado.
¿Ha reflexionado sobre qué fue lo que le permitió salvarse? Soy creyente y sé que Dios quiso que así ocurriera. Él me protegió. Tuve suerte de no enfermar y de que mi estómago se acostumbrara a lo crudo, pero yo también puse de mi parte. En todo momento sentí que debía luchar por sobrevivir. No me rendí jamás.
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