Hay palabras, ahora de uso diario, que tendrían que estar prohibidas. Una de ellas es confinamiento, un término que suena y huele mal, a cerrado, me atrevería a escribir a enterrado. Es una ofensa al sentido de la libertad que exige una reparación en los templos del intercambio humano, esos bares en los que la tapa y el vermut forman parte de una religión, es decir, de una serie de rituales que nos llevan a recordar nuestro carácter social. Desde que los homo sapiens aprendimos a darnos la mano como mejor manera de mostrar que no guardábamos en ella un puñal y a celebrar nuestros tratos con un trago de vino, la humanidad hizo de la barra del bar un altar. Tanto es así que a los fieles que asisten a la ceremonia dominical del vermut se les llama parroquianos.
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La religión del vermut
El aperitivo de antes de comer vuelve a vivir momentos de gloria, bien regado con caldos tradicionales
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