Comercio tradicional

Las últimas ‘fábricas’ de churros y patatas fritas de Madrid: “En Starbucks no tienen porras”

Horarios intempestivos en espacios con los metros cuadrados contados: así son las freidurías más castizas

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Zoilo Fernández, medio siglo friendo churros a un paso de la plaza de Alonso Martínez (Madrid). / Javier Sánchez

Se cuentan con los dedos de las manos las fábricas de churros y patatas fritas que quedan abiertas en Madrid. Hay que poner entre comillas lo de 'fábricas', sobre todo para aquellos que nunca han visto uno de estos establecimientos. Hablamos aquí no de factorías en polígonos industriales, sino de pequeños locales que, hace 50, 60 o 70 años, en tiempos de comercio pequeño y de proximidad, eran los únicos abastecedores de churros, porras y patatas fritas para los vecinos de los barrios de Madrid. 

Ni siquiera estamos hablando de churrerías: estas pertenecen a otra categoría, con espacio suficiente para disponer mesas en las que tomar el chocolate. En muchos de estos despachos de frituras hay poco más que un mostrador, una freidora y un pequeño almacén. Pocos metros cuadrados que exigen estar bien avenido. Por eso, muchos de estos negocios son cosa de familia. 

Curiosamente, algunas de estas pequeñas ‘fábricas’ sobreviven en barrios sometidos a la gentrificación más feroz, como Chamberí y alrededores. Un ejemplo es la churrería Julián Cuenca de la Fuente, en plena calle de Ponzano, en el número 31. Allí donde tapea y alterna el Madrid más guapo, los hermanos Javier y Alberto Cuenca se levantan cada mañana a las cuatro para calentar el aceite y empezar a freír. Los primeros pedidos salen para hostelería -el gran cliente de estos negocios- y es a partir de las ocho cuando comienzan a vender para el público en general. Despachan género hasta las 11 o hasta que los churros y porras se terminan.

Los hermanos Javier y Alberto Cuenca, churreros en la calle Ponzano (Madrid). /

Javier Sánchez

“Nuestro abuelo fue el que abrió la churrería en 1958. Era de Navaluenga, un pueblo de la provincia de Ávila, y se vino hasta Madrid andando. Llegó a dormir un par de noches en un banco. Estuvo trabajando en churrerías hasta que abrió este negocio”, comentan, Mientras, su padre, ya jubilado, pasea nervioso por la acera, saludando a los vecinos y supervisando de reojo el trabajo, pese a que sus hijos ya son veteranos en el arte de la fritura de porras y churros. “Hoy hemos tenido avería”, explican los dos hermanos. Un inoportuno corte de luz que ha convertido esta lucha contra el reloj diaria (los churros y las porras tienen que llegar a los bares y cafeterías a tiempo) en un desafío aún mayor.

La Churrería Santa Teresa (Madrid), con su letrero de aires 'vintage'. /

Javier Sánchez

Churrería vieja, letrero nuevo

Si el negocio de los hermanos Cuenca se mantiene prácticamente igual que cuando nació, hace más de 60 años, la Churrería Santa Teresa -otra rareza en el barrio de Salesas, donde convive con tiendas de moda y gimnasios para las élites- puede presumir de rótulo remozado. 'Fábrica de churros y buñuelos', reza el letrero con estética a la antigua que les hizo el colectivo Paco Graco hace dos años. También luce reformado el local, en el que Álvaro Fernández y su padre, Zoilo, que empezó hace 50 años en el local y que ya podría jubilarse, sirven no solo churros y porras sino también café y chocolate en una pequeña barrita.

Zoilo no piensa en retirarse -“la clave está en la masa y ya casi nadie la trabaja a mano, como yo”- hasta que su hijo no se haya impregnado al 200% de un oficio en el que hay mucho de técnica, pero también de humanidad. Una clienta habitual entra y Zoilo palpa los churros: “¿Los quieres calientes calientes? Espera, que te los frío en un momento”.

Álvaro y Zoilo Fernández, dos generaciones de churreros. /

Javier Sánchez

Para Álvaro, treintañero que comenzó en el negocio hace una década y garante de la tradición de un oficio en peligro de extinción, el futuro “está en la venta al público”, pese a que reconoce que la hostelería sigue siendo su principal cliente. Eso sí, señala que cada vez hay menos demanda: “No encuentras churros ni porras ni en Starbucks ni en Rodilla”, dice con una sonrisa. Su padre recuerda cuando en el barrio “todo eran tiendas pequeñitas y no había tanto restaurante”, otra época de la que ellos son supervivientes, un pequeño anacronismo en el número 14 de una calle pequeña, que desemboca en la plaza de Alonso Martínez. Ellos, eso sí, viven en Rivas Vaciamadrid: “Lo bueno de madrugar tanto es que al venir no te comes ningún atasco”.

La fábrica de churros y patatas fritas El Cantero (Madrid). /

Javier Sánchez

Jornadas de 15 horas en familia

Más asuntos de familia: Pedro Antoranz y Mari Villar son marido y mujer y ambos regentan El Cantero (Hartzenbusch, 4), a solo unos metros de la calle de Fuencarral. “Mi abuelo era cantero de martillo y cincel y de ahí el nombre, pero él no hizo un churro en su vida. Fueron mi padre y mi tío los que empezaron el negocio y yo decidí seguir con él. Mi padre estuvo 60 años trabajando aquí”, cuenta Pedro.

En su caso, los horarios se amplían porque El Cantero también abre por las tardes: “Abrimos a las cuatro y media y hay días en que me voy a casa a las nueve de la noche. Servimos a los bares y restaurantes a primera hora y luego ya al público. Cuando terminamos con los churros y las porras, comenzamos a freír patatas. Trabajo 15 horas diarias, pero gracias a eso puedo cerrar sábados tarde y domingos. También es verdad que tenemos cuatro hijos y son muchas bocas que alimentar”.

Mari Villar y Pedro Antoranz, el matrimonio al frente de El Cantero (Madrid). /

Javier Sánchez

En El Cantero no todo son churros y porras, de los que Pedro hace 1.500 piezas diarias. Ni tampoco patatas fritas (caen a diario 150 kilos). En los 30 metros cuadrados del local se pueden encontrar también frutos secos de todo tipo, caramelos a granel o bebidas frías. Tras el mostrador, Pedro y Mari trabajan a destajo y ponen buena cara a los imprevistos, como cuando la máquina para hacer las porras se pone tonta y decide parar. Mari aprieta con firmeza el cable y vuelve a funcionar como por arte de magia: “Menos mal, porque si no me toca ir a Valladolid con ella en el coche para arreglarla”, suspira Pedro.

Entre medias, sus cuatro hijos pasan por la tienda camino del cole y se llevan, además de la merienda, dos bolsas de churros y porras para dejarlas en un bar de camino. Trabajo en familia para mantener una forma de vida de otro tiempo, sacrificada y laboriosa, y cada vez más rara de ver en el Madrid de hoy.