LOS RESTAURANTES DE PAU ARENÓS

Coure: inspectores, abstenerse

Albert Ventura, Janina Rutia y David Rustarazo, en una de las salas de Coure. Foto: Joan Cortadellas

Albert Ventura prescinde de la chaquetilla y prefiere la camiseta, desnudo de símbolos.

Hace años, Michelin condicionó la estrella a la reforma de los baños. Molesto, decidió que los inspectores tal vez supieran de comida pero creyó que entre sus atribuciones no estaba la de juzgar el interiorismo.

Remodeló el restaurante con la excepción de los lavabos, que siguen intactos como testimonio de la independencia.

Es orgulloso, retador, cabezón y dice continuamente “¿qué?, ¿qué?” como estrategia en busca de tregua para pensar. Puede que también se haga el sordo a conveniencia.

Por encima de esas particularidades es un animal de la cocina que pasa más horas encerrado que un león de circo. Coure, Gresca, Embat, Blau y Caldeni son la elite de la bistronomía, movimiento en retroceso que abarca de lo popular a lo moderadamente sofisticado a precios de amigo o amiguete.

Albert, currante del mantel, dirige Coure (abajo) y la barra (arriba), Wall 57 en Valldoreix y diseña la carta para el macro espacio que administrará Julià Cribero (La Clara) en el Reial Cercle Artístic, previsto para finales de año o principios del 2014 en una zona de Barcelona donde abunda el pasto para turistas. “Qué rápido se queman los conceptos en esta ciudad”, lamenta, pensado en cómo llenará de contenido ese reto.

Siempre he dado con platos antológicos en mis visitas a este sótano: el fuagrás marinado sobre coca de 'llardons' o la sopa de cebolla, a los que añado el boquerón rebozado con láminas de remolacha, combinación friki que funciona.

Son las preparaciones que me impulsan, una propuesta en la cuerda floja con mejor resultado bucal que un dentífrico de menta. A Albert no le parece raro: “Asocio la remolacha a los escabeches”.

A los vinos, Janina Rutia (¿para cuándo una reunión de sumilleras?), y a los fuegos, David Rustarazo, 'Rusti'.

Janina propone dos garnachas: una madrileña, Marañones 2011, y otra catalana, Hisenda Miret 2010. Empate. Ligera la primera, sólida la segunda.

Harto de maridajes y tragos con dedales, voy a lo serio. Hace casi dos años, el decorador Alfons Tost sacudió el espacio y abrió un ventanal a un patio interior, por donde respira la sala.

La cocina respira por el cebiche de mero y ostra (mejor cortada, en dos porciones).

Tras un tiempo sin soplar bullabesas, es la segunda que tomo en dos semanas: anís, gelatina de hinojo, mayonesa de azafrán. El líquido es tan bueno que no necesita de sólidos como la almeja.

A la ensalada de percebes, burrata, tomate e hinojo (“me vuelve loco”) le sobra aceite (aprovecho para untar, el pan es de la casa).

Son clásicos los macarrones con pollo de payés.

El rosbif de presa ibérica con moixernons y dados de queso payoyo es una versión libre del fricandó.

El pescadito con verduras y pan tostado que cenaba la bisabuela inspira el San Pedro con acelgas y ajos tiernos espolvoreados con 'panko'.

No sé quién de la familia tomaba el gintónic en el que ha basado el postre.

Propongo a Albert que cuelgue una placa en la entrada de los servicios: “El lavabo es para clientes. Inspectores, abstenerse”. Y él responde: “¿Qué, qué?”.

Atención: a los buenos precios de la carta de vinos.

Recomendable para: los que buscan un chef y una cocina con carácter.

Que huyan: los que se asustan con frases como “desde el sofá no se cocina”.