LOS RESTAURANTES DE PAU ARENÓS

Mont Bar: ¡el bar, el bar!

Iván Castro (izquierda) y Pedro Salillas, en una mesita de Mont Bar. Foto: Lali Puig

En la 'tipología bar' entran más variables que en una discusión de pareja sobre los planes del fin de semana.

En el imaginario colectivo, el bar ocupa el último puesto del ecosistema gastro, cápsula de supervivencia donde alimentarse de aperitivos de bolsa y bebidas gasificadas y contemplar la postura inmóvil del hombre-del-quinto-a-sorbitos.

Desde la ameba o patata frita primigenia, el bareto ha evolucionado hasta organismos sofisticados como el Mont Bar recién nacido.

Forma parte de la 'especie bar' en cuanto a la intención (barra, taburetes, servicio ligero) pero en lo demás habita a 'cañas luz' de distancia del servilletero de papel, las mesas de fórmica y el hueso de aceituna escupido.

Iván Castro, el dueño con Manel Arjó, criado en Mont, en el Vall d’Aran, donde la familia posee varios restaurantes, ha sido un buen estratega a la hora de presentarse en Barcelona con el sustantivo bar en el nombre, puesto que las ambiciones parecen modestas y las ilusiones, escasas: “Esperamos a la gente de aquí, para una comida en serio o para picar antes o después de ir al cine”. Escuchas eso y le darías una monedilla.

Expresado con semejante frase, con el cine como excusa, rodeo o fin, Iván se protege del entusiasmo afiebrado de los cronistas y aunque intento no dejarme llevar por la calentura, escribo que en el tal bar sirven cocina de altura, que es lo propio del taburete.

Levanta la batuta, entre brasas y Roner, Pedro Salillas, que perfeccionó el tapeo sofisticado en el Ohla y la declamación gastronómica con el maestro Pedro Subijana, con una estancia en Las Vegas con ese tahúr llamado Joël Robuchon.

La ventresca de atún de Balfegó con emulsión de piñones, bajo campana con humo, a lo Roca, es el ejemplo de cómo la vanguardia ha emparentado con el chateo.

Sentado en la mesa común junto a un ventanal, ordeno la narración para explicar que bebo Bancal del Bosc en copa Riedel y desmigo pan del Forn de Sant Josep antes de tintinear con la cucharilla en el yogur de gambas.

Me gusta mucho y sigo sin encontrar el parentesco con los antros donde la salmonella es el ingrediente principal de la ensaladilla.

La croqueta de jamón rebozada con panko cumple, el matrimonio de la anchoa con el boquerón casa bien y es un bocado de Pitufo glotón la hamburguesita de vaca 'dry aged' (maduración en seco) con papada ibérica y mollete casero (“¡el trabajo que nos da!”), a la que le sobra la mostaza por agresiva y mamporrera.

Vuelvo a encontrarme con esa carne increíble al final, que Pedro ha pasado por las brasas. “Viene de Alemania y ha reposado 60 días”, certifica Iván, que estuvo en el Bar Mut, inspirador de este.

Sudo con placer con las judías, la 'botifarra del perol' y las tripas de bacalao, me sobra la vieira y el malgastado erizo y escalo a Mont con el fuagrás con brioche del horno La Llibreria y un chorrito de Caligó, 'vi de boira', texturizado. No lo pretenden pero insinúa un paisaje.

El ejercicio de alta cocina de taburete finaliza con el albaricoque de manteca de cacao, que rompo sobre una torradeta de Santa Teresa, ensamblando viejo y nuevo.

Como cantaban los Manel cuando aún creían en el ukelele: “¡El bar, el bar!”. Porque este es el bar.

Atención: al interiorismo, sillas danesas y lámparas de Oslo. ¿Y el disseny?

Recomendable para: los que está a favor de la evolución del bar.

Que huyan: los que necesitan a las moscas para el picoteo.