LOS RESTAURANTES DE PAU ARENÓS

Trumfes: patatas en la frontera

Pau Cascon y Àlex Molas, en un rincón del restaurante Trumfes, en Llívia.

Pau Cascon glorifica el tubérculo: «En tiempo de crisis, patata». Patata catalana en el territorio avanzado, como un bumerán, de Llívia.

Patata catalana rodeada de patata francesa, de 'parmentier' y esponjoso puré robuchoniano.

Pau y su socio, Àlex Molas, decidieron escarbar en la tierra para encontrar el nombre del restaurante, Trumfes. «Es un producto principal, de infinitas elaboraciones». Ese pivot apareció en varios platos de mi menú, a veces, en posiciones adelantadas y, otras, como guardaespaldas. 

En las bombas, moderadamente explosivas con el goteo de 'allioli', o fritas para guarnecer el secreto, carne que el público infantil demanda con la devoción que en el pasado destinó al bistec. Degradado a hoja arrugada por culpa de los cocineros avaros, el bistec se ha ido amustiando en la restauración pública. 

Supe de Trumfes gracias al blog fotográfico que Encantadísimo publica en Flickr y me atrajo la paellita de arroz con perdiz cazada en las proximidades.

Con ese crujir en la cabeza, entré en la casa, a la que no favorece los manteles de color salmón. El entorno rústico habitual en La Cerdanya para comidas con zapatos cómodos o bambas. Gente que sopla después de un día de ejercicio y demanda viandas contundentes. 

Las biografías profesionales de Pau y Àlex se separaron después de los estudios en la escuela Joviat de Manresa, pasaron sin oxígeno por Barcelona y han buscado juntos los grandes espacios. Fueron a Llívia sin ninguna razón en concreto, con la salvedad de no querer trabajar en lugares intensamente poblados. 

Los dos son cocineros pero en ese reparto que establecen los amigos o las parejas en los restaurantes guau (yo-dentro, tú-fuera), Àlex heredó la sala y Pau, la cocina: «Aunque es un trabajo que compartimos. Él está más en los postres. Llevamos desde noviembre del 2008, así que cada vez es más difícil hacer platos, ir cambiándolos cada temporada». 

El que mantienen desde la apertura es el arroz de montaña –no, no había perdiz– con espaldita de conejo y butifarra. Seco, contundente, reivindicando ese grano envuelto en la grasa justa, suelto, tostado, que los cocineros haraganes han sustituido por las preparaciones 'arrisotadas', travestidas entre lo meloso y lo horroroso. Cuando regrese, volveré a meter el hocico en esa paellita de #arrozparauno. 

El aperitivo fue una corteza de cerdo rociada con aceite de trufa, que es el nalpam actual.

Olvidaron los mejunjes de laboratorio para ser certeros: croquetas de 'txangurro', paquetitos de carrillera con queso, fritura bordada de calamarcitos, ensalada tibia de berenjenas y 'peus de porc' crujientes sobre coca de aceite. 

Platos transfronterizos, contrabandeados, permeables, flexibles. «Pero exaltamos lo próximo, lo que da la tierra, la caza, las setas, las truchas de río, las patatas». 

Desde el aire, el territorio de Llívia toma la forma esclarecida de una patata.