Pese a que físicamente ya no queda nadie viviendo allí, lo que milagrosamente perdura, y de qué manera, es el espíritu rebelde que durante décadas caracterizó el enclave. Una barriada, la Colònia Castells, que tras la insurrección militar de 1936 se convirtió en el centro neurálgico del movimiento anarquista de la zona, como recuerda la exposición instalada a finales del año pasado en el encalado muro del único pasaje en pie. Hilera de casas -hoy tapiadas, a la espera de convertirse en equipamientos- que sigue allí como discreto testimonio de otra Barcelona. De lo que un día fue una comunidad unida de familias trabajadoras, llegadas en su mayoría de Murcia, Aragón y Andalucía en los años 20 del siglo pasado para construir la ciudad.