Antes de todo esto, era fácil sentirse un extraño en el Gòtic. Aquí empezó todo con aquellos colonizadores romanos que se establecieron en el monte Táber, no muy lejos de lo que hoy es la plaza de Sant Jaume. Y monte por decir algo, porque no alcanza los 20 metros sobre el nivel del mar. La semilla de Barcelona se había convertido en un lugar irreconocible, deborado por un turismo que cambió el comercio, hechizó la restauración y expulsó a los vecinos. Hasta el punto de que hay más más camas para forasteros que para residentes. Llegó el coronavirus y borró con su aliento todo lo ajeno al barrio. Por eso ahora es fácil ver escenas imposibles a principios de marzo desde los tiempos preolímpicos. Niños correteando por el parterre de los olivos de la catedral, una madre jugando al 'frisbee' con su hija en la plaza, pachangas futboleras con jerseys como portería, dos veteranas vecinas charlando en el portal de su casa en Banys Nous, carreras de patinetes en Avinyó. El Gòtic, con sus problemas y sus desafíos, vive un espejismo; un sueño del que muchos no quieren despertar. O del que esperan poder retener algún diminuto retal.
LOS EFECTOS DE LA PANDEMIA
La Barcelona que no volveremos a ver
Los vecinos del Gòtic, sobre todo los niños, se apropian de las calles que el turismo les había arrebatado
"La gente tiene que acordarse de que en el centro hay barrios, no solo monumentos", dice un residente
La plaza de Sant Felip Neri. /
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