a pie de calle
Tierras que no son de nadie
Un tren atraviesa Sant Feliu de Llobregat.
Por una improbable necesidad ayer me monté en un tren de mediano recorrido. Los trenes hoy ya no huelen a brea ni a bocadillo de chorizo. Se trata de trenes más o menos vacíos y silenciosos donde lo único que se escucha es la conversación inane de algún pasajero abandonado. En días laborables los ferrocarriles son para personas solitarias, gente que se mueve entre las ciudades para dejarse ver en las fauces de algún negocio más o menos salvaje. O sea, que a los trenes de mediano recorrido no les mueve la electricidad sino el dinero también mediano que aspiran a embolsarse los viajeros.
Los trenes van de centro a centro, pero para ello han de encontrar la senda de la huida. Un túnel iluminado, unas salidas de emergencia y, de pronto, el sol y la sensación de que todos los caballos del tren empiezan a desbocarse. Ahí empiezan las afueras. Con una novela del mismo títuloLuis Goytisolose hizo en 1958 con el Biblioteca Breve. En la cubierta se veía una pareja a bordo de una vespa enfilando la larga y desierta avenida Diagonal, con sus farolas de hierro negro. Lo que antes eran las afueras hoy ha sido absorbido por los muchos centros que van creciendo de dentro a fuera de las ciudades. Lo decía el dramaturgo francésBernard-Marie Koltés: «La razón se encuentra siempre en las periferias».
Pero el tren no se detiene cuando pasa por esos lugares sin nombre. En los aledaños de los raíles hay pinacotecas formadas por curiosas pinturas que han dejado los grafiteros en un intento vano de inmortalizarse. De vez en cuando se atisba lo que pudo ser un campo de fútbol y que hoy, día laborable, solo está ocupado por un pequeño grupo de cabras voraces. Solo en las afueras puede leerse ese magnífico rótulo de generosidad con el planeta. «Se admiten tierras», dice. Y ahí van amontonándose como si fueran obra de un bebé gigantesco que está jugando en el arenal de una playa. De vez en cuando, el tren que cruza las afueras emite un pequeño traqueteo para cruzar otras vías que no se sabe a ciencia cierta dónde van. En esos raíles pespunteados de piedras conocidas con el nombre enigmático de balasto el viajero cree estar abriendo y cerrando la gran cremallera del paisaje.
A veces el tren se sumerge entre dos terraplenes de una zanja que no es tan alta como para merecer un túnel ni tan baja como para vislumbrar el horizonte. Ahí se ve la tierra dibujada a pico como si fuera el corte de un helado previo a la aparición del hombre. Las vetas de cantos rodados se entrelazan con los estratos de arcillas y de granitos descompuestos. Para evitar que el suelo lateral se derrumbe sobre el paso de los convoyes algún trabajador servicial ha colocado una malla metálica que encierra la pared al paso de la velocidad.
A la espera de Eurovegas
Cuando las afueras todavía están cerca de la gran ciudad se nos ofrece el enorme museo de la actividad industrial: cristales opacos por el polvo, tubos que han canalizado todo tipo de fluidos, algún tejado caído sobre sí mismo y, de vez en cuando, una chimenea pequeña exhala una breve fumarola como si se tratara de un alma ancestral de la producción que, sin embargo, se niega a expirar ante el acoso de la electrónica y de los servicios.
Y, de pronto, el tren se pone a trotar y los huertos se abren a su paso de la misma manera que algún día serán roturados por los constructores de Eurovegas. Solo más allá, cuando las vides asoman su periscopio leñoso sobre la tierra árida podremos ponernos a dormitar mecidos suavemente por las más duras de las ruedas. Las afueras habrán quedado atrás y constataremos que la vía del tren es la línea más dulce entre dos puntos.
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